Una de las herramientas más efectivas que ha utilizado el arte contemporáneo para denunciar la violencia contra la mujer es la utilización del cuerpo, entendido éste en su amplio sentido social y cultural. En el contexto latinoamericano algunas de estas acciones han adquirido una nueva dimensión basadas en el empoderamiento de la mujer (artista) como dispositivo crítico frente a la institucionalidad
El problema de la mujer siempre ha sido un problema del hombre
Simone de Beauvoir
Nadie puede negar que la cultura occidental ha sido eclipsada por el androcentrismo. El arte ha tenido una doble militancia en esto. Por un lado ha sido cómplice de un proceso para invisibilizar la violencia hacia la mujer, mientras que por otro ha propiciado un espacio de lucha y reivindicación. En el caso latinoamericano esta última consigna ha estado marcada a fuego, desde los sesenta hasta el final de siglo pasado, por dictaduras y regímenes de facto diseminados como un cáncer a través del continente. Se sucedió entonces una ataque por dos flancos: Uno en torno a los temas propios –privados y públicos– de la discusión de género y otro en contra de las dictaduras mismas. En este convulsionado escenario se generaron alianzas artísticas que involucraron nuevas estrategias –comúnmente señaladas bajo el rótulo de neo-vanguardias– las consolidaron exitosamente el uso del cuerpo y la objetualidad como crítica a la violencia en contra de la mujer. A continuación me referiré al trabajo de tres artistas latinoamericanas que tienen en común el uso del soporte corporal a partir de figuras como el corte, la sangre y la costura. Ellas son la colombiana María Evelia Marmolejo y las mexicanas Teresa Margolles y Rosa María Robles.
Pero antes de hablar de sus trabajos me parece de vital importancia establecer un patrón conceptual para algunos elementos esenciales. Propongo con ello delimitar un posible campo de trabajo sobre conceptos complejos y susceptibles a interpretación. El primero tiene relación con la representación del género. Para ello tomaré como base la clásica noción de performatividad empleada por la filósofa Judith Butler. En su texto El género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad considera que la concepción de género, entendido como patrón sexual binario, proviene de arquetipos construidos culturalmente bajo una lógica perfomativa a partir de determinados ejercicios de control. De esta forma, la perfomatividad del género asienta el patrón cultural así como también su valor simbólico. Butler señala: “La performatividad no es un acto único, sino una repetición y un ritual que consigue su efecto a través de su naturalización en el contexto de un cuerpo, entendido, hasta cierto punto; como una duración temporal sostenida culturalmente.”[1] La asimilación cultural de lo performático se constituye desde modelos simbólicos que son transferidos a la esfera de la realidad volviendo las acciones de cada género un acto esperado y aceptado. En otras palabras, se ha considerado que cada género debe actuar como tal: niños de azul y niñas de rosado.
Las artistas que utilizan el cuerpo como soporte representan no sólo el estado de corporalidad sensible sino que también la carga simbólica. Se establece así un forzamiento al canon por medio de la subversión del ritual en un código ambiguo, lo que desde luego podría resultar incómodo para algunos espectadores. Butler sentencia: “Cuando tales categorías se ponen en tela de juicio, también se pone en duda la realidad del género: la frontera que separa lo real de lo irreal se desdibuja. Y es en ese momento cuando nos damos cuenta de que lo que consideramos «real», lo que invocamos como el conocimiento naturalizado del género, es, de hecho, una realidad que puede cambiar y que es posible replantear, llámese subversiva o llámese de otra forma.”[2] En este sentido, la tarea de muchas artistas ha consistido en explorar y replantear los cimientos del patrón cultural perfomativo –o el habitus en los términos de Bourdieu– del género. Dentro de esta línea Nelly Richard en su libro Masculino/Femenino: Prácticas de la diferencia y cultura democrática señala que las problemáticas sobre el género deben consignar el ejercicio de la diferencia, desde una visión marginal hasta el enquistamiento cultural androcéntrico, como manifestación de ruptura. Un acto plenamente consciente que se constituye como formas de denuncia del poder.
A partir de los noventa –con la crisis de las dictaduras y el fortalecimiento democrático en el continente– asistimos a un fenómeno global en el cual la lectura del arte de lo femenino comienza a tomar protagonismo. Surge de esta forma un nuevo tipo de artista, uno que trabaja con temáticas relacionadas a lo femenino desde un empoderamiento crítico al rol de las instituciones. Siguiendo la pista de Butler, en el año 2000 ella publica El grito de Antígona, un pequeño libro que analiza el mito clásico a partir de referencias a la fenomenología de espíritu de Hegel y los seminarios de Lacan. En este libro, Butler compara el rol de la mujer a partir de tres nociones: autoconciencia, respeto a la ley y deseo de reconocimiento del sujeto en la ley. En este trinomio la figura de Antígona se presenta como el grito insolente (base de la ley divina) contra la ley humana (dictamen del rey Creonte para negar el rito fúnebre de Polinices[3]). Este grito desafiante es también la respuesta de la mujer (tradición religiosa de la familia) al antropocentrismo cultural representado por la ley[4]. Ahora bien, el grito de Antígona también puede ser entendido como el grito enfurecido de algunas artistas contemporáneas en contra de la estructura política criticada ya no desde el margen richardiano (código de signo subversivo), sino justamente desde un empoderamiento autoconsciente del rol perfomático del yo femenino contra la heteronomía institucional.
Una segunda cuestión teórica tiene relación con la noción de cuerpo. Dadas las traumáticas características que el escenario político latinoamericano tuvo a partir de la mitad del siglo pasado (léase dictaduras, regímenes democráticos represivos o los conflictos armados internos), el cuerpo se convirtió en el lugar perfecto para retratar los diferentes tipos de violencia. Como se señaló la violencia hacia la mujer es representada con gran efectividad en el uso artístico del cuerpo entendido como ritual de performatividad cultural. De esta manera, muchas de estas piezas tienen la capacidad de trasladarnos de un cuerpo particular a uno social. En el contexto actual el foco está centrado en la crítica a las violencias que exógenamente (al igual que las dictaduras) han afectado directa o indirectamente a la mujer. En el caso particular de las obras que veremos de estas tres artistas, la violencia producida por la guerrilla y el narcoterrorismo.
María Evelia Marmolejo
La artista colombiana María Evelia Marmolejo (1958) a principios de los ochenta realizó diferentes performances en las que desafió los límites de la corporalidad con audaces acciones que incluían la exposición y el corte de su cuerpo como proclama sobre lo femenino y lo político[5]. En 1981 Marmolejo presentó su obra 11 de Marzo: Ritual a la menstruación, digno de toda mujer como antecedente del origen de la vida en la galería San Diego de Bogotá[6]. En ella, la artista, desnuda y sólo recubierta de unas toallas higiénicas sin usar, estampó en el muro de la galería manchas de sangre provenientes de su menstruación solo a través del contacto vaginal[7]. Al igual que un timbre, Marmolejo, quien ya conocía el trabajo del accionismo vienés, imprimió sanguinolentas manchas en los blancos muros del salón. Además caminó desnuda por una extensión de papel en forma de L dejando también gotas de sangre impresas en el papel. La acción no sólo validaba el hecho de la menstruación como un proceso natural e incluso dignificante de la mujer, sino que también remitía al violento momento político de Colombia por aquellos días.
Cabe mencionar que en 1981 comenzó una escalada de violencia entre las guerrillas, lideradas principalmente por las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el ELN (Ejercito Liberador Nacional), el movimiento M19 y el gobierno de Julio César Turbay. Diversos actos de tortura y represión se sucedieron al fragor del aparente progreso macroeconómico que vivía el país. Debido a esto, en ese mismo año Marmolejo presenta en la Plazoleta del Centro Administrativo de la ciudad su obra Anónimo I. Una performance que resultó ser un homenaje a las victimas opositoras al gobierno que fueron torturadas. Ahí la artista vestida con un impecable traje blanco desplegó un rollo de papel de 70 metros de largo, con sus pies vendados y su cabeza cubierta con una gorra de goma, luego se sentó sobre la tela y comenzó a quitarse las vendas para posteriormente cortarse la punta de sus dedos con un bisturí[8]. Luego y frente a la mirada atónita de los espectadores comenzó a caminar por la tela blanca dejando huellas de sangre sobre el papel. Acerca de está pieza Marmolejo comentó que por ese entonces ella corría el riesgo de ser detenida y que muchos familiares y amigos había aparecido en fosas comunes. Exponer una obra política en un espacio administrado por el gobierno implicaba un gran riesgo, la sangre impregnada en aquella tela evidenció el paso del tiempo y la muerte bajo una fruición de penitencia automutilativa. La huella del corte se reproduce aquí como un testimonio metonímico, emulando con su propia sangre la derramada por la persecución y la tortura.
Teresa Margolles
Desde una perspectiva contemporánea de empoderamiento artístico encontramos el trabajo de la artista sinaloense Teresa Margolles (1963). En el año 2009 Margolles, quien había sido parte del colectivo “Servicio Médico Forense” (SEMEFO)[10], en el marco de la 53º Bienal de Venecia presentó su polémica obra ¿De qué otra cosa podríamos hablar? La exposición curada por Cuauhtémoc Medina propuso la “limpieza” del piso de una de las salas del pabellón mexicano en la Bienal[11] con agua mezclada con barro y sangre de víctimas a manos de bandas de narcotraficantes en México. El líquido utilizado para la limpieza se extraía de la efusión de barro y sangre de monumentales telas colgadas en una sala contigua. El acto de “limpieza” fue realizado por los propios familiares de las víctimas, transformando aquello en un proceso profundo y cargado de sensibilidad. Además Margolles situó una de las telas ensangrentadas en el frontis del palacio en lugar de la bandera de México. La obra finalizó con la creación de los llamados Narcomensajes (breves textos utilizados por la mafia en sus ajusticiamientos) en telas ensangrentadas cocidos con hilos dorados, los que fueron realizados en distintos puntos de la ciudad por personas anónimas.
Como señala Medina en el texto del catálogo, el año 2008 fue el año que más balas se dispararon en dicho país, tanto así que se estima que 5.000 personas perdieron la vida bajo las redes del narcotráfico. En este lamentable escenario un gran número de mujeres fueron violentamente asesinadas, encontrando sus cuerpos cercenados en diversas zonas del país, siendo el caso más relevante la ciudad de Juárez. Tomando dicho antecedente en consideración, el acto performático adquiere otra dimensión. La sangre coagulada en el barro impreso en la tela es el reflejo de un crimen impune, el fracaso de una política pública y por ende la evidencia dolorosa de un falso progreso. Como bien señala Medina: “Más que una presentación de objetos o imágenes, lo que Margolles hace es exponer a su público a la sacralidad fantasmal y abyecta de fluidos y residuos: joyas hechas con fragmentos de parabrisas, aforismos asesinos bordados en oro sobre sangre, sonidos grabados en los paisajes de la muerte, todos ellos convergen para producir un espacio de reflexión, amenaza corporal y ansiedad”[12]
Ahora bien, ¿qué rol le cabe a la mujer en aquellos infames ajusticiamientos? Como bien es sabido la tasa de femicidios en el Estado de México se ha incrementado dramáticamente con el aumento de los narcocarteles. Según estadísticas, en algunos estados como Guerrero o Chiguagua la tasa de crímenes contra mujeres se triplicó a 11,1 por cada 100.000 en el período 2005-2009[13]. Si bien no se puede argumentar que todo este fenómeno esté en directa relación con el actuar de los carteles, el crecimiento ha coincidido proporcionalmente con el auge de la violencia ligada al narcotráfico. Teniendo en consideración este antecedente, el acto de la costura resulta elocuente. El delicado proceso de bordar la tela con hilos de oro contrasta con la violencia de lo escrito en frases como: “Así terminan las ratas” o “Para que aprendan a respetar”. El texto corresponde a un lenguaje jacobino propio de las mafias, eminentemente masculinas en un proceso de bordado, tarea comúnmente asociada al rito performático femenino. Ambos patrones culturales, dentro de sus propias diferencias simbólicas, confluyen en el residuo orgánico de un crimen. Un grito de Antígona en contra de la macropolítica –envío oficial de dicho país–, su fracaso para detener la acción de los carteles y a su vez un grito en contra de la impunidad femicida.
Rosa María Robles
La también sinaloense Rosa María Robles (1963) ha generado polémicas obras referidas a la violencia del narcotráfico en México. Una parte de su exposición “Navajas” (2007) presentada en el Museo de Arte de Sinaloa, consistió en una instalación de ocho cobijas en las que habían sido envueltos cuerpos de víctimas brutalmente asesinadas. Las telas contenían vistosas manchas de sangre que, en opinión de la artista, reflejaban el drama y la ineficacia de las autoridades por frenar la violencia. En la misma exposición Robles presentó un par de ojos de otra víctima ajusticiada en Culiacán. Una vez expuestas las cobijas y los ojos, la artista recibió un comunicado de la Procuraduría de Justicia en el que se le solicitaban tanto las cobijas como los ojos para incorporarlos dentro de las investigaciones sobre dichos casos, a lo que la artista accedió reemplazando las cobijas por otras que fueron teñidas con su propia sangre.
Al igual que Margolles, Robles asume la crítica a la institucionalidad desde una posición radical y clara. No existen intermediarios en el propósito por denunciar la violencia en su tierra. De igual forma, cuando se pierde por motivos judiciales el objeto, ella lo recrea utilizando su propia sangre. Reemplazar la sangre del cadáver con su propio fluido constituye, al igual que en el caso de Marmolejo, un despliegue del cuerpo de la artista en el sufrimiento de la sociedad. De esta forma existen dos procesos simultáneos, el de desafiar críticamente la ineficacia política de estos hechos y el de la mirada redentora del propio cuerpo de la artista como permutación a dicha violencia.
En resumen se puede señalar que una de las herramientas más efectivas que ha utilizado el arte contemporáneo para denunciar la violencia contra la mujer es la utilización del cuerpo, entendido éste en su amplio sentido social y cultural. En el contexto latinoamericano algunas de estas acciones han adquirido una nueva dimensión basadas en el empoderamiento de la mujer (artista) como dispositivo crítico frente a la institucionalidad. Este desplazamiento del propio cuerpo autoflagelado a uno social administrado física y simbólicamente, nos evidencia un nuevo status en la relación arte, género y violencia en Latinoamérica. Un fenómeno que sin duda continuará prolongándose en la medida que nuestras instituciones no pongan un efectivo freno a dicha violencia en sus distintas manifestaciones.
[1] Butler, Judith. El género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad. Edit. Paidós Ibérica, Madrid, 2007, Pág. 17.
[2] Butler, Op. Cit. Pág. 28.
[3] Hermano de Antígona, quien murió tras la disputa por el trono de Tebas.
[4] Es importante señalar que el mito concluye con Antígona condenada a ser enterrada viva, dictamen que la protagonista rechaza ahorcándose.
[5] Existe un gran vacío documental respecto a la obra de Marmolejo. Esto se ha debido, en parte, a que la crítica de arte en Colombia ha desatendido su trabajo durante años. Aprovecho de agradecer el generoso aporte de información que la propia María Evelia me dio en una entrevista realizada en Octubre del 2012.
[6] La fecha 11 de Marzo correspondió al día en que dicha performance se materializó.
[7] Interesante en este punto resultan las experiencias de artistas que han utilizado similares recursos visuales como la norteamericana Judy Chicago o la francesa Orlan.
[8] Es imposible no poder establecer una conexión de este trabajo con el realizado por fallecida artista francesa Gina Pane, quien realizó potentes perfomances basadas en el corte de su cuerpo sobre soportes blancos.
[9] Compuesto por los artistas Arturo Angulo, Carlos López, Mónica Salcido y Teresa Margolles y que inicialmente se había constituido como una banda de Death Metal.
[10] Ubicado en el Palazzo Rota Ivancich, una construcción que data del siglo XVI.
[11] Medina, Cuauhtémoc. “Materialist Spectrality”, en catálogo Teresa Margolles: What Else Could We Talk About? CONACULTA, Mexico D.F., 2009.
[12] Ver Toledo, Patsilí. Femenicidios de la guerra contra las drogas. Link: https://m.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/feminicidios-de-la-guerra-contra-las-drogas/10140464/1
[consultado 25 marzo de 2012]
Hay 1 comentarios a La sangre de Antígona: Tres casos de arte, violencia y género en Latinoamérica
Excelente artículo! Muy interesante irse introduciendo en el tema de la relación entre arte y violencia de género en latinoamérica. Recuerdo un artículo en Cultura/s sobre eso, lo buscaré y te lo linkearé. Por ahora sólo un video de Regina José Galindo
https://www.youtube.com/watch?v=bC1OkFAJpp4