
Ornella Mardones, "Es extraño mojar queso en la cerveza o probar whisky de garrafa", 2014, cortesía Jorge Brantmayer.
El arte joven en Chile se ve marcado por su vinculación al arte universitario, no por las particularidades de las respectivas escuelas, sino más bien por el valor que tiene la profesionalización del arte en el circuito local.
Temporada mechona: olor a vinagre, huevo y otras porquerías inunda el Gran Santiago. Un día, observando una de las tropas de descalzos que deambulaban en una suerte de peregrinación zombie, un amigo me comentó que podía identificar a qué casa de estudios pertenecía cada mechón: “en la USACH usan más huevo y en la Chile más mostaza, todas las escuelas tienen sus particularidades”. En efecto, pensé, pero quizás sería mejor aplicar esa última frase a algo más útil. Hacía un tiempo ya que venía preguntándome qué tan difícil sería caracterizar una escuela de arte. Teniendo en cuenta los factores comunes (edad, locación, formación) cabía preguntarse si bastarían dichos elementos para caracterizar a un grupo de artistas.
En eso pensaba una mañana de enero, mientras intentaba, algo perdida, dar con el edificio de la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP. Cuando finalmente encontré el lugar, aún desorientada, le pregunté al guardia por “la exposición de egresados de artes visuales”, a lo que me respondió sin mirarme “piso -5”, e hizo un gesto rápido hacia el ascensor. Al descender me encontré con lo que andaba buscando: “Carácter” es el nombre de una exposición que organiza anualmente la Escuela de Artes de la UDP en el estacionamiento de una de sus sedes, exponiendo las obras que los alumnos egresados de Artes Visuales presentaron como examen de título.
Comencé a rondar entre las obras con un afán de buscar aquel “Carácter” común entre los egresados de una misma escuela, y a primera vista, lo que más destacaba en la exposición era la diversidad. Múltiples temas, variados formatos. Me encontré entonces ante el texto curatorial a manos de Ramón Castillo (Director de Escuela), el que llevaba como título Emergiendo a una escena. Lo que tienen en común, pensé, es que todos son artistas emergentes. Esto lo confirmaba el hecho de que dos de los artistas presentes en esta exposición (Marco Arias y Daniela Díaz) estaban exponiendo simultáneamente en el MAC, en el marco del Concurso Arte Joven. Pero entonces se hizo evidente otro problema que me pareció más interesante: cómo caracterizar el arte emergente, teniendo por supuesto que este se conforma de elementos radicalmente disímiles.
Con esa pregunta dándome vueltas en la cabeza comencé mi recorrido por la exposición, y enseguida noté una polarización entre artistas cuyas obras presentaban algún interés por la contingencia social y otro grupo que presentaba obras más formalistas. Entre estos últimos, por ejemplo, estaba Natalia Morales, que ocupó un espacio del estacionamiento que funcionaba casi como un cubo blanco (pero oscuro) para proyectar videos sobre distintas superficies. Daniela Díaz, por su parte, presentó una serie de fotografías impresas en PVC e intervenidas con diluyente, lo que le permitía jugar con las texturas de las imágenes y con el límite entre la fotografía y la pintura.
Por otro lado, Camila Parada expuso Es-cena (2014), una instalación que consistía en una mesa llena de objetos dedicados a una cena, cubiertos de yeso. Valentina Verdugo presentó una serie de fotografías que jugaban con el espacio y la luz al estar instaladas en forma de camino hacia un rincón que contenía tres obras más (para lo cual el espacio donde se emplazaba la exposición era ideal). Y por último, Valentina Maldonado expuso varios ejercicios de video y una obra titulada Panorama (2013), que consistía en la instalación de tres pantallas que proyectaban grabaciones desde distintas perspectivas de la rueda de la fortuna de los Juegos Diana.
Hasta ahí, lo que más destacaba seguía siendo la diversidad. Si no podía caracterizar una escuela, nada apuntaba a que podría caracterizar una “escena emergente” que indirectamente se encontrase en este conjunto de artistas. El problema empeoraba a medida que continuaba con las obras. Entre aquellos artistas que de alguna manera se hacían cargo de la contingencia social estaban las obras de Sandy Muñoz, donde destacaba Despojados (2013), una instalación de varios volúmenes hechos de ropas gastadas y manchadas con vino, rellenas y acompañadas de botellas quebradas.
Siguiendo la misma línea, llamaban la atención dos obras de Marco Arias, ambos retratos de gran formato: uno de Roberto Angelini (empresario chileno conocido por ser uno de los siete dueños más poderosos de la industria pesquera nacional), pintado sobre impresiones de artículos de la ley de pesca, y otro de Horst Paulmann (empresario alemán dueño de Cencosud), hecho sobre cajas de cartón. Y por último, quiero destacar una de las obras de Ornella Mardones, titulada Es extraño mojar queso en la cerveza o probar whisky de garrafa (2014), que consistía en un afiche que imitaba una gigantografía con el diseño utilizado por el gobierno de Piñera; en él se mostraba una fotografía del frontis de la Casa Central de la Universidad de Chile, acompañada del logo de la campaña “Chile es tuyo” (dedicada a promover el turismo dentro del país).
La obra de Mardones hacía clara referencia a los conflictos educacionales en Chile y a las contradicciones del gobierno, pero la sátira se volvía más interesante aún cuando advertíamos el contexto de la obra: producida por una artista recién egresada de una universidad privada, presentada como proyecto de título y expuesta al alero de esa misma universidad. Ahora bien, esta obra no solo evidenciaba el discurso ya mencionado, sino que también denotaba la vinculación del arte y la educación superior, la que marca la pauta en el medio artístico local.
Recordé entonces algo que me había llamado la atención en la exposición del Concurso de Arte Joven: los artistas que expusieron en dicho concurso, bajo sus nombres (y aunque ya hubiesen egresado), llevaban el título de la casa de estudios a la que pertenecían. Esto evidencia que el arte joven en Chile se ve marcado por su vinculación al arte universitario, no por las particularidades de las respectivas escuelas, sino más bien por el valor que tiene la profesionalización del arte en el circuito local (y ello lo confirma la escasez de artistas autodidactas en el mismo).
A partir de esto último me gustaría volver al concepto de “arte emergente” que había dejado en el tintero. Si entendemos este como una especie de escena conformada por artistas que están ingresando al circuito, quizás valdría la pena contraponerla a la idea del artista consagrado. El artista emergente se concibe ya como artista: debe exponer y producir obra. Lo que lo diferencia es la experiencia y la trayectoria. De esa forma, por burdo que suene, el artista emergente aspira a dejar de serlo.
Comencé a sospechar que la “emergencia” era en cierta medida un sinónimo de “egreso”, y que el “Carácter” común no era más que un mito o una suposición forzada llena de excepciones. En este sentido, el arte emergente no sería necesariamente caracterizable, puesto que supondría más bien una condición. Ese malestar que se provoca en el estómago cada vez que descubrimos una excepción en el gran relato de la historia del arte, es el mismo que produce la idea de suprimir particularidades en la conformación de una escena.
Ya nos lo recordaba la exposición “La Ruta Trasnochada” en el MNBA: toda escena imperante de cada época puede ser puesta en duda a partir de relatos paralelos, como lo podría ser el proyecto de Coco González Lohse y compañía, versus la Avanzada. Pero lo importante en aquella disputa no es la coronación de una escena dominante, sino la puesta en evidencia del carácter múltiple de una generación (entendiéndola en su sentido más simple, como un conjunto de sujetos coetáneos). Entender el arte contemporáneo como una diversidad le otorga su carácter fundamental, más que el capricho empecinado de encontrarle la quinta pata al gato y coronarnos como reyes de una escena.