Si la fotografía constituye un mecanismo para controlar la ansiedad que nos produce cierta experiencia u objeto, una colección de imágenes supone el indicio de un sujeto, o al menos el indicio de cierta pulsión y cierta mirada.
V. El viajero y la máquina del tiempo
La primera edición del programa expositivo que comparten Pinto y Rodríguez se tituló “Invisibles / Carousel” y fue instalada en Galería Tajamar, un espacio de exhibición independiente ubicado en Santiago, durante el mes de enero del 2013.
La galería ocupa un quiosco cuyas paredes, todas de vidrio, forman una atractiva vitrina de planta hexagonal, de volumetría regular y compacta, en la plaza interior de las Torres de Tajamar, un conjunto emblemático de la modernidad arquitectónica racionalista de la década de los 60 en Santiago. El volumen de vidrio con forma cercana a un prisma que ocupa la galería es una de cuatro estructuras gemelas que se construyeron como parte integrante del conjunto de edificios y al igual que ellos fueron planificados como un todo escultórico con piezas que funcionan bien tanto juntas como separadas. El hexágono, por ejemplo, se replica en varias formas que rodean la vitrina al nivel del techo y del suelo, formando una estructura de tipo «panal». Esto es importante, pues esta galería es tanto un objeto escultórico en sí misma como una suerte de ready-made en el que un objeto arquitectónico, diseñado para ser un quiosco u oficina, deviene por la designación de sus gestores en una galería-vitrina.
Tal como al resto de los artistas que han pasado por este lugar, a Pinto y Rodríguez se les invitó a apropiarse por completo del espacio de la galería, y la propuesta de ellos consistió en editar y desplegar un archivo de imágenes en un dispositivo de visualización que se integraba como una prótesis a la arquitectura de la sala y, por tanto, a la de todo el conjunto habitacional. Se dispuso una corrida de diapositivas que cruzaba horizontalmente los seis ventanales de la vitrina, y más adentro un sistema de iluminación hacia el mismo recorrido, por lo que a medida que se hacía de noche la estructura de la galería se transformaba en una máquina de proyección de imágenes[1] o caja de luz. La máquina determinaba el modo que el espectador recepcionaba la obra: podíamos partir su visionado por cualquiera de sus lados, pero nos obligaba a girar en torno a ella para ver la serie completa de imágenes.
Abstrayéndolo un poco, veremos que la planta hexagonal de la vitrina determina una obra formada por tres circuitos hexagonales concéntricos, que corresponden a tres términos de una máquina de visión. El hexágono interior es la fuente de luz que se proyecta hacia afuera. Al medio se ubica la sucesión de diapositivas que funciona como una pantalla: deja pasar unos rayos de luz, filtra otros y bloquea unos cuantos (toda pantalla constituye una prueba de que lo visible necesita de lo no-visible, pues cuando la luz inunda todo no nos permite ver nada; una paradoja que por cierto queda en el campo de lo visual). El último circuito se determina por el recorrido que genera el espectador en cada una de las posiciones de visión determinadas por la obra. (El recorrido y la forma de estos circuitos junto al volumen de la vitrina remiten formalmente a un carrusel, nombre con que también se conoce al dispositivo giratorio que a las diapositivas en algunos proyectores.)
Las imágenes que nos mostraba esta máquina eran una serie de diapositivas que pertenecían a una misma colección, la que adquirieron Pinto y Rodríguez en un mercado o feria «persa» de Santiago (un lugar donde se venden de manera informal los productos más diversos, con especial énfasis en aquellos de segunda mano). En ellas se ven tomas de paisajes urbanos o rurales de diversos países europeos. En algunas aparece un mismo personaje que, tras algunas averiguaciones, se descubrió que era el autor de las fotografías: un químico chileno, fotógrafo aficionado, que se había doctorado en Europa, la que recorrió en diversos viajes. Por esto es que las imágenes ostentan códigos propios del paisaje y los cuadernos de viajes, pero sobre todo de su más popular versión contemporánea: la fotografía de turismo.
Susan Sontag, en Sobre la fotografía, entrega sugerentes reflexiones acerca de la coincidencia propiamente moderna de la fotografía y el turismo: “Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje… El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante”.
Capturar una foto, entonces, no significa sólo registrar aquello que se pone ante el objetivo. No es sólo el indicio de lo que aparece en ella, de que algo ha sido (Roland Barthes). Si la fotografía constituye un mecanismo para controlar la ansiedad que nos produce cierta experiencia u objeto, una colección de imágenes supone el indicio de un sujeto, o al menos el indicio de cierta pulsión y cierta mirada. Hoy con la expansión de los medios digitales, cuando ya no sabemos exactamente qué puede ser una fotografía más allá que un conjunto de datos (una secuencia binaria), la fotografía análoga y su anacronismo nos interroga desde coordenadas bastante particulares.
En las imágenes que se proyectaban en Galería Tajamar nos interrogaban ciertos indicios del paso del tiempo, como la moda en el vestuario y los cortes de pelo, pero aún más nos punzaban el color y el grano de esas diapositivas, que nos transportan de inmediato a los años 70 u 80 del siglo pasado, en especial a aquellos que en nuestro álbum familiar vimos imágenes similares. En Chile ésta fue la época de popularización de las máquinas fotográficas (que se vuelven progresivamente más portátiles y accesibles), el momento que tomar fotografías dejó de ser tarea de fotógrafos profesionales y un puñado de aficionados. Por cierto, fue un tiempo en que la fotografía intervino con fuerza en la reflexión crítica y la acción política. Dependiendo de quien la enarbolara, una fotografía podía ser la evidencia y condición de visibilidad de ciertos individuos que antes estuvieron presentes y que de un momento a otro se hallaron «desaparecidos», o también podían ser documentos del caos revolucionario que Chile había logrado dejar en el pasado.
La escena de las artes visuales no se quedó atrás. A partir de 1977, según dice Nelly Richard en Márgenes e instituciones, la discusión en torno a la intervención del código fotográfico en el arte atraviesa toda la escena de “avanzada”. Especial importancia en esto tuvo el diálogo entre la producción visual de Eugenio Dittborn y la producción escritural de Ronald Kay. Este último realizó una serie de originales y estimulantes reflexiones en torno a la fotografía y sus contingencias que aparecieron publicadas junto a la obra de Dittborn en el libro Del espacio de acá. Señales para una mirada americana. Y en él encontramos un fragmento que bien puede rematar la consideración de la fotografía como un síntoma que antes anunciamos.
Afirma Kay: “La foto tiene una rara cualidad: más que el mero registro de un evento mediante su huella óptica, toda foto es invisible inscripción material de la mirada de un testigo potencial… El inevitable testigo no es sólo una virtualidad siempre activa y realizada al interior de la foto, sino y sobre todo al interior del evento, puesto que el negativo es una traducción por contacto del suceso, su continuación material hacia otras edades, hacia otros sitios, hacia otras situaciones. La foto propone otra física, una retrofísica en vez de una metafísica.” Si la fotografía interrumpe la temporalidad del mundo e introduce una mirada mecánica y así inscribe un testigo potencial, cuyo lugar puede ser ocupado en cualquier momento o lugar, es probable que el dispositivo ideado por Rodríguez y Pinto en Galería Tajamar pueda ser considerado una máquina de la mirada, lo que dentro de la retrofísica que establece Kay no sería algo muy diferente a una máquina del tiempo. Esto nos lleva de nuevo de un asunto visible a la dimensión de lo visual. ��Quién podría decir que al ponernos frente a una de las diapositivas y cerrar el circuito luz-pantalla-ojo no estamos entrando en una herida en el tiempo, con forma de mirada, abierta en el instante que una película sensible fue expuesta a la luz?
VI. Lo invisible ante las trampas de lo visible
Tal como la que se presentó en Galería Tajamar, la muestra de los artistas Soledad Pinto y Javier Rodríguez en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) de Valdivia en marzo de 2013 debe comprenderse como una unidad, aun cuando aquí eran clara la existencia de dos núcleos dentro de la sala Juan Downey. Al contrario de la muestra anterior, esta vez la propuesta se montó en un espacio artístico institucional: el MAC pertenece a la Universidad Austral. Sin embargo, buena parte de sus instalaciones han sido recicladas pues formaban parte de la cervecería Andwanter, que ocupó esos terrenos desde el siglo XIX hasta el terremoto de 1960. El reciclaje arquitectónico, en el que una cervecería puede convertirse en un museo, tiene algo de ready-made.
En la sala, el trabajo de Pinto, titulado Panorama, se componía de una serigrafía sobre aluminio de pequeño formato (el dispositivo de la obra llamaba a la intimidad), en la que veíamos un particular edificio. Su forma regular permitía adivinar que su planta formaba un decágono (polígono de diez lados) y en lo que parecía su cara principal, que veíamos en primer plano, distinguíamos una puerta y más arriba, con grandes letras, la palabra panorama. La imagen que reconocíamos como un edificio se formaba a través de una trama serigráfica tan económica como obsesiva. Era casi monocroma, y sus valores se formaban a partir de texturas que reflejaban la luz y contrastaban con el leve brillo del aluminio más opaco. Los reflejos –que eran la condición de visibilidad de la obra– provenían de la luz tenue de una ampolleta que colgaba a poca distancia. La serigrafía, la fuente lumínica y el espectador formaban un triángulo de visibilidad que vibraba y nos mostraba una imagen construida por reflejos levemente diferentes a medida que nos desplazábamos ante ella.
En el lado opuesto de la sala, Rodríguez nos presentó una instalación de mayor tamaño y presencia espacial titulada La casa del brujo. Un armatoste de madera sin cepillar sostenía un dibujo al carboncillo de gran formato en el que tres personas que nos miraban desde un entorno boscoso (probablemente un patio, pues al fondo se divisa un muro) eran iluminadas de frente por una luz dura (un foco o un flash). Los protagonistas de la escena resultan ser tres versiones del mismo personaje que ya habíamos identificado en la obra de Rodríguez, esta suerte de lumpen alternativo, de encapuchado a la moda. El dibujo permanece inacabado, y contrasta el lujo de detalles con que se han resuelto algunas zonas con el mero esbozo que predomina en otras.
Mirando al dibujo, y sobre un plinto unido a éste por el mismo armatoste de madera, posan cuatro pequeños esqueletos de jinetes construidos con papel, palos de madera para maquetas, mondadientes y cinta adhesiva de papel. Los jinetes nos remiten, como ha sucedido antes, a una iconografía tradicional de la historia del arte en la que se han exaltado ciertos aspectos que la conectan con imaginarios contemporáneos. En este caso, se trata de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, que en su versión esquelética citan tanto a los triunfos de la muerte como a la actual estética zombi, con la cual ya ha trabajado Rodríguez.
En la obra de ambos artistas reconocemos elementos que recuperan y amplían investigaciones anteriores. En el caso de Pinto, se continúa la utilización de la serigrafía, que ya vimos ocupada en sus posibilidades ilusionistas en trabajos anteriores, esta vez utilizada en su vertiente más sintética y económica. El contenido de la serigrafía, por su parte, era una imagen encontrada, un tipo de material que ya había utilizado en sus versiones más objetuales, pero ahora se evidenciaba la intensidad de las mediaciones a las que el material encontrado ha sido sometido.
La imagen fue alguna vez una diapositiva que pertenece a la misma colección de la que se extrajeron aquellas que formaron la muestra de Galería Tajamar. Sólo que esta vez no está del todo claro si se trata de una imagen que sacó quien formó esta colección o bien es de un souvenir comprado en el lugar que representa la diapositiva. Primero está la mediación fotográfica, que forma la imagen original. Luego la mediación del tiempo y el azar a través de los que la imagen recorrió tres década para llegar a las manos de Pinto. Luego su traspaso a valores plásticos conseguidos por medio de achurados y planos y de ahí a las diversas etapas de elaboración de una serigrafía que terminan con la imagen impresa en aluminio y exhibida en el museo. Finalmente, el dispositivo de visibilidad, que implica una imagen inestable formada por reflejos que varían ante el más mínimo cambio de posición del espectador.
Lo que la imagen nos muestra no deja de ser inquietante. Aquel edificio con forma de prisma no es más ni menos que un panorama, particular invento de fines del siglo XVIII popularizado en el siglo XIX, que fue precursor del cine, la fotografía y todos los mecanismos de experiencia simulada y realidad virtual de nuestra época. Tomó el nombre de una voz griega que se traduciría como vista de todo o vista total, y se usó para designar tanto a las gigantescas pinturas circulares que permitían simular una vista panorámica de 360⁰, como a los particulares edificios que las albergaban. Éstos casi siempre consistían en una construcción de planta central que rodeaba a una pintura panorámica que se disponía alrededor de un mirador central. En un principio, estos dispositivos se utilizaron para simular vistas de ciudades y paisajes exóticos, pero luego dieron paso a la representación de hechos históricos como batallas o incendios,[2] e incluso escenas religiosas, como es el caso del panorama de Einsiedeln (Suiza, fines del siglo XIX) que se muestra en la serigrafía de Pinto, el que en su interior ostenta una escena de la crucifixión de Cristo en el Gólgota, con Jerusalén amurallada de fondo.
En el caso de Rodríguez, ya mencionamos que en la obra aparecían elementos de exploraciones anteriores, al menos la presencia del lumpen estilizado y de los jinetes zombis. Los primeros parecen continuar –tanto por técnica, soporte y contenido– la línea de investigación irónica de los códigos publicitarios que ya habíamos revisado. Nuevamente estamos ante jóvenes que podrían estar llamando al consumo de algún producto (en su calzado es visible el logo de Nike), pero el dibujo inacabado y la estética precaria se encargan de establecer una distancia con la publicidad. Sabemos, sin embargo, que en el contexto actual la publicidad puede apropiarse de los más diversos temas y retóricas, y en efecto la ironía y ciertas estéticas marginales no le son ajenas. Los jinetes, por su parte, continuaban otra línea que articulaba los tradicionales triunfos de la muerte con los imaginarios contemporáneo de lo zombi. El que dentro de esta estética exista el concepto específico de «apocalipsis zombi» revela lo certero de la relación con los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, que protagonizan una larga tradición iconográfica originada en este libro bíblico.
El zombi es un ser que parece resucitar de la muerte pero que no se podría decir que está vivo. En general es torpe, lento y de impulsos caníbales, pero a la vez muy resistente y extremadamente peligroso, en especial si actúa en masa. La popularidad que ha alcanzado este personaje en la literatura, los videojuegos, el cine y la televisión podría responder a una ideología general de nuestra época a la que le parece más fácil imaginar el fin del mundo que una alternativa real al capitalismo, como han sugerido Fredric Jameson y Slavoj Žižek. Pero más específicamente aún, el imaginario del apocalipsis zombi podría responder a la ansiedad que supone el fantasma de una revolución de masas. En la visión del «terror revolucionario», tópico que se ha desarrollado con fuerza desde la Revolución Francesa, las multitudes –el lumpen, al que ya nos hemos referido– que salen a las calles a tomar el poder y la justicia en sus manos, protagonizan una orgía de violencia sanguinaria guiada por instintos insaciables. ¿No es esto similar a muchos relatos del apocalipsis zombi?
A pesar de ser relatos compensatorios y otredades disciplinadas, parece haber cierta pulsión libertaria en la fantasía del apocalipsis zombi y también en el ambiguo personaje lumpen a la moda. En cierto sentido, ambos constituyen visiones utópicas. Retorcidas e ironizadas, pero visiones utópicas al fin, pues por un lado imaginan la emergencia de un sujeto contestatario y por otro fantasean con el fin de nuestra civilización. Nuevamente, podríamos decir que buena parte de la cultura de masas contemporánea participa de un programa similar. No obstante, enfocada desde el trabajo de Rodríguez, se nos muestra a una cultura de masas en la que también existe el germen de la emancipación, lo que resulta especialmente relevante en un contexto que suele despreciarla, en la medida que la considera uno de los principales soportes de la alienación colectiva, representada hoy por la visibilidad desaforada que se extiende por el mundo a través de cámaras y pantallas.
Por cierto, la cultura de masas funciona desde la matriz de lo visible y de la capacidad de control que ella implica. Resulta significativo, volviendo al trabajo de Pinto, que el panorama emerja en la historia al mismo tiempo que el panóptico, el dispositivo arquitectónico al que Michel Foucault dedicó buena parte de su libro Vigilar y castigar. Este se caracterizaba por ser una construcción que garantizaba la visibilidad total desde una torre central hacia las celdas que la rodeaban como un anillo (similar a la fantasía de visión total del panorama) y que fue particularmente utilizado en la construcción de cárceles y hospitales. Foucault le ha dado a este dispositivo un carácter arquetípico respecto a las formas contemporáneas de las relaciones de dominación, que él vio íntimamente ligadas a un estado consciente de visibilidad total que lo distribuye de tal modo que cada individuo «reproduce por su cuenta las coacciones del poder». «La visibilidad es una trampa», concluye.
Es por esto que me interesa el alto coeficiente de invisibilidad que percibo en los trabajos de Pinto y Rodríguez, como una alternativa a la sociedad de visibilidad desaforada en que vivimos. Veo ese coeficiente en el sostenido trabajo de Pinto con la paradoja de objetos que, de una u otra forma, aluden con mucha fuerza a los códigos de lo visible (el papel que reproduce texturas, el panorama desde donde todo se ve), pero que a la vez lo niegan a través de diversas mediaciones (la fotografía, la trama serigráfica, el objeto encontrado). Y también aprecio este coeficiente de invisibilidad en el trabajo de Rodríguez, cuando sus imágenes coquetean con la desaforada visibilidad publicitaria pero siempre mantienen cierta opacidad y distancia que entregan la manualidad, lo inacabado y los materiales precarios, o cuando sus triunfos de la muerte apuntan a un colapso de nuestra actual civilización de lo visible.
La obra de Soledad Pinto y Javier Rodríguez sostienen una ética de lo invisible en las artes «visuales» como un modo de resistencia a homogeneización visible del mundo. Como afirmaba Herbert Marcuse, el arte necesariamente se distingue de la vida cotidiana en la medida que esta última está marcada por la necesidad: «del trabajo, de la lucha contra la muerte, la enfermedad y la escasez». A la lista podríamos agregar la necesidad contemporánea de visibilidad absoluta (¡más cámaras de seguridad, más pantallas!). Para el arte, constituir una verdad antagónica y una otredad respecto de la realidad significa impedir que el mundo se cierre sobre sí mismo. Y en una sociedad tramada a tal punto por lo visible como la nuestra, la multiplicación de lo invisible constituye un acto crítico en el sentido más filosófico de la palabra, pues significa poner coto a lo visible e iniciar una autocrítica en la dialéctica de lo visual.
[1] La referencia a la idea de máquina no es fortuita, pues fue un lugar común de la modernidad arquitectónica pensar a los espacios habitacionales como máquinas de habitar.
[2] No debe menospreciarse el papel precursor de este tipo de panoramas respecto del cine bélico y de ciencia ficción de carácter apocalíptico. Por cierto que el dispositivo del panorama no constituía una imagen en movimiento (aunque hubo panoramas móviles), pero sí un intento de ubicar virtualmente al espectador al centro de una escena de gran trascendencia histórica o de una impresionante espectacularidad, como si él la hubiera vivido. Este tipo de panoramas atrajeron al público masivo en su época, y en varios sentidos constituyen un precedente importante de nuestra actual cultura del espectáculo. Entre un panorama decimonónico de la batalla de Waterloo y la película Saving Private Ryan, de Steven Spielberg, no hay una distancia tan grande.
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