El paroxismo refiere a un diagnóstico doble del género en el arte local: por un lado, el último aliento de formas que vemos agonizar como representaciones parodiadas y, por otro, el encandilamiento de una distancia crítica que no se concilia con una coyuntura de escenas bifurcadas
I. Anacronía como sumisión
La obra SU-MISIÓN, del artista Felipe Rivas San Martín, opera desde una clausura hacia tipos de representación ligados a la política estatal de la disidencia sexual. En ella, el artista recrea dos esvásticas, una en su torso y otra en el suelo, citando las que sufrió Daniel Zamudio por parte de un grupo de “neonazis” chilenos. Mientras cepilla sus dientes y recita un fragmento de Mi Lucha, de Adolf Hitler, volviéndolo inteligible, levanta, finalmente, un cartel donde se leerá: “en el arte de la performance la sangre está pasada de moda”.
El agotamiento de los significantes asociados a la formalidad de “obras de género”, se ha evidenciado en una serie de propuestas artísticas hace varios años. Este síntoma se ha extrapolado a las discusiones actuales en torno al tema, como diagnósticos diseminados de campo (de producción, de teoría y de curatoría). Estos evidencian que, las maneras de representación anti-hegemónicas (al igual que la sangre) de resistencia y transgresión están “pasadas de moda”.
En esta línea, el trabajo de Rivas opera como transnominación del problema, que al igual que el paroxismo, exacerba el síntoma de una enfermedad de larga data. La apropiación del crimen de Zamudio como bandera de lucha del Estado para reivindicar las políticas antidiscriminatorias, que no hace sino recordar el acotado espacio de la disidencia. Y del mismo modo que SU-MISIÓN, nos recuerda la misión de dichas políticas, el auto sometimiento y de la mutilación del propio cuerpo.
II. Ilaciones de artes precedentes
¿Cómo se actualizan hoy las preguntas entorno al género en el arte local? Pese a la reprochada insuficiencia del relato de la historia del arte en Chile en el tema, es posible (hoy más que nunca) leer un arte asociado a los problemas de género a partir de la producción de obra y su organización, en otras palabras, por medio de los forzamientos de una “perspectiva de género” practicada en ciertos eventos de relevancia.
En esta línea se ubica la mirada a contextos de producción, exposiciones y obras específicas que dan cuerpo a un devenir del género en el arte que, a pesar de estar en la retina de quienes encabezan las discusiones relacionadas, auxilian aún ser sistematizadas.
Desde la Exposición Femenina en 1927 en los pabellones y edificios de la Quinta Normal (parte de las celebraciones de los 50 años del decreto Amunátegui) hasta Las damas primero en abril del presente año en Factoría Santa Rosa, vemos sucesivas instancias donde un arte de mujeres se “hace espacio” en la escena expositiva. Estos, en diferentes periodos, es decir, supeditados a diferentes aparatos productivos, políticos y culturales, han exhibido formas de comprensión de lo femenino, el cuerpo –biológico, biográfico y social–, la masculinidad, la alteridad, lo queer, así como presentado actualizaciones y anacronías de caracterizaciones de la mujer (lo privado, lo oculto, lo doméstico, lo orgánico, lo pasivo, lo decorativo, lo artesanal, lo natural). Este asunto es el que encontraremos desarrollado en la crítica de arte de Catalina Urtubia y la crónica de K. de este número.
Pero algunos de estos eventos sobresalen, precisamente por las coyunturas y las pretensiones que los envuelven. Sería el caso de la exposición Mujer, arte, periferia en Canadá en 1987 curada por Nelly Richard, Lotty Rosenfeld y Diamela Eltit, la muestra colectiva Proyecto de Borde en Valdivia en 1999 de Mónica Bengoa, Paz Carvajal, Claudia Missana, Alejandra Munizaga y Ximena Zomosa, las curatorías Del otro lado: arte contemporáneo de mujeres en Chile en el CCPLM (2006) y Handle with care en el MAC (2007) y más recientemente, Identidad Femenina también en el MAC (2012), esta última, trabajada en la crítica de Ignacio Szmulewicz.
Sin embargo, el eco de los problemas relacionados con el género excede ese “hacerse espacio” y es allí donde conviene mirar fuera de la normatividad organizativa, explorando horizontes que no se encuentran relacionados de forma literal. Quizás solo así será posible contribuir al relato fracturado de una historiografía del género que, como apunta Alejandra Castillo, necesita de una reformulación radical en el contexto local.
III. Cinismo, globalización y género
En el tiempo neoliberal, donde las categorías sociales se construyen a partir de implicancias mercantiles del Estado y el capital, instalar la reflexión sobre las políticas sexuales y la relación que éstas podrían tener con el arte (y de qué manera el arte podría hacerse cargo de esta idea de la diferencia sexual), es ante todo una problemática que evidencia el cambio paradigmático de las sociedad contemporánea de las identidades fijas.
De esta forma, pensar en el binomio “arte y género”, evidencia la atemporalidad y la atingencia de la discusión que se dio durante años en el campo artístico y la manera en que éste debía ocuparse de la diferencia sexual y la reivindicación del “género menos favorecido”. Así, la discusión durante los años ochenta se dio en el núcleo académico (con la incorporación del Centro de Estudios de Género a la Universidad de Chile) pero, como bien evidencia Alejandra Castillo en su entrevista, quedaron encapsulados en éste. Sin embargo, una problemática, que excedía por mucho a dicho espacio, se vio complementada con la llegada de nuevas teorías acerca de la identidad sexual y la manera de abordar la relación entre “arte y feminismo”.
De esta manera, los últimos veinte años han estado marcados por las identidades mutables, que en un inicio se dan a partir de la internación del concepto anglosajón de lo queer el que, aunque desprovisto de su carga política, termina por acomodarse, tanto en la academia como fuera de ésta, como bandera de lucha de toda representación anti heteronormativa.
Ahora bien, a la idea de lo queer se le suma, como anticipa Felipe Rivas en su entrevista, la de la disidencia sexual como un espacio crítico-político más afín al contexto latinoamericano, concepto que permite una apertura en la manera en que el arte en su vínculo con el género, el feminismo o lo queer estaba siendo concebido. De esta forma, la disidencia sexual, no sería ya una identidad determinada que define una cierta categoría u opción sexual, sino una postura crítica ante las políticas sexuales, creadas por el aparato estatal y mediático, y la búsqueda de la representación, un cuestionamiento ante la hegemonía categorizante, tanto de las prácticas patriarcales, como de aquellas que pretenden reivindicar el espacio de las mujeres.
IV. El espejismo de un arte sin sexos
Hoy, a más de setenta años de la primera manifestación feminista en Paris en el año 1936, la deconstrucción de los discursos del poder ha derivado en un instalado escepticismo a cualquier relato o “esencia”. Y esto tiene un devenir particular en Chile en los problemas de la teoría y práctica del género en arte.
Pero la mujer en el arte ¿ha representado un campo de transgresión por sí mismo? La pregunta aparece luego de ver antecedentes como, por ejemplo, su temprana integración en la Academia o la inexistencia de discursos propiamente feministas articulados como paradigma. Podríamos decir que lo que genera un cortocircuito argumental en aquellas prácticas antioficialistas es el hecho de que “discursos hegemónicos ortodoxos”, de los cuales hasta hoy se profusa distancia en las prácticas asociadas al género o al cuerpo, no se han dispuesto como terreno a vulnerar, lo que se traduce en esa incomodidad, esa resistencia constante de las artistas a identificarse como “artistas mujeres”. Habría algo así como una pretensión de asexualidad en el arte local como defensa a las figuras verticales (fálicas) del poder en cualquiera de sus niveles.
Si los binarismos en el género solo delatan anacronía y el tema del poder se soluciona en una -a veces incómoda y pasiva horizontalidad, se vuelve aún más fragmentado el carácter de producción, experimentación y exploración del arte. Así, muchos y muchas coinciden que son las obras mismas desde donde es posible deconstruir, en clave de género, un devenir posiblemente historiable del arte de mujeres, ese que hoy se propone a partir de una lucidez encandilante (en el sentido de que borronea cualquier sentido “contenidista”). Aunque, paradójicamente o cínicamente en el escenario social fuera de la autonomía impune del arte, distemos de ver igualdades (es fácilmente testeable visualizarlo: 25% de diferencia de sueldos, 97% de secretarias son mujeres y 9% directivas de empresas, 80% de las tareas del hogar lo hacen mujeres, más de 50.000 violaciones cada año, por nombrar algunos datos).
Ante estas contradicciones ¿dónde está el terreno de confrontación que los regímenes neocoloniales anestesian en el consumo de la diferencia y en inercia de un multiculturalismo globalizado? El espacio aparece, pero extrañamente mermado por el exceso de deconstrucción de lo real y de pretensión crítica, como se desarrolla en el ensayo de Carol Illanes.
V. Paroxismos del género en el arte
El mapeo de estas nuevas formas o categorías obedece entonces la necesidad de ir completando una historia posible para la dupla arte-género que permita identificar matrices o direcciones de la producción artística bajo los nuevos códigos de representación del capitalismo globalizado. Estas, ya han integrado la apropiación de lenguajes (audiovisuales, objetuales o corporales) en su re-comprensión de la pintura y la escultura que hoy derivan en nuevas poéticas. El erotismo es una de ellas y se encuentra expuesto en el texto de María José García sobre José Pedro Godoy.
Esta herencia del arte post-vanguardista de los ochenta, operó vía alteración crítica de los modelos patriarcales y de ortodoxia ideológica, aunque replicando, como se les recrimina hoy, el autoritarismo militar represivo de la época al borrar el arte precedente. En Las Yeguas del Apocalipsis, una de las manifestaciones más emblemáticas que finaliza el periodo, se detiene el ensayo de Francisco Aravena.
Forzar una lectura de campo implica retomar dicho periodo historiado, pero también no desconocer la producción precedente, gesto censurador posible de identificar en algunas propuestas teóricas y curatoriales, que impiden hilar un relato lógico de las transformaciones culturales en el país.
Este dossier se propone desde estas múltiples dificultades anticipadas. El paroxismo al que hacemos mención en este segundo número de arteycrítica refiere a un diagnóstico doble del género en el arte local: por un lado, el último aliento de formas que vemos como “pasan de moda” y agonizan como representaciones parodiadas e hiperfetichizadas y, por otro, el encandilamiento de una distancia crítica que no se concilia con una coyuntura de escenas bifurcadas.
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