La realidad, en su estado natural de permanente actividad, nos aturde por un lado y engatusa a ratos. Una vez que el relator de historias pierde la voz de tanto gritar, cae en un silencio profundo que lo fuerza a cederle la palabra a este nuevo hablante
En un mundo gobernado por la cultura visual, el desarrollo del arte más reciente ha demostrado una tenaz inquietud hacia lo que ocurre en el entorno, buscando apropiarse de acontecimientos específicos que estimulen y agudicen la retina de este “receptáculo visual” en que se transforma el observador al enfrentarse con unas, a veces, monumentales instalaciones audiovisuales, hecho que se refleja en la intervención “Movimientos/Bewegungen” de Louis von Adelsheim. En esta extensa muestra, el artista suizo-alemán logra conjugar los elementos propios de las proyecciones desde una mirada omnisciente respecto a determinados sucesos ocurridos a nivel global. Tal como sucede en otras tantas exposiciones con dichas características, el ojo del artista permanece activo en un estado inicial de encuentro con la obra, sea este de carácter fortuito o intencional, para luego adentrarse en ella desde el campo de la contemplación y, en una etapa posterior, observar el objetivo con la mirada profunda del análisis.
Así es como el productor visual, este individuo imaginativo que se alimenta abundantemente de todo lo circundante y parpadea en forma rítmica e ininterrumpida al enfrentarse con su más valioso manantial de imágenes, el mundo, se inmiscuye en el útero de la contingencia para extraer todo lo repudiable y, a su vez, lo cautivador que en ella hay.
Diversos registros de sucesos inicialmente almacenados en la insondable fuente de la memoria del creador, son aprehendidos por su agudeza visual y proyectados en soportes que se encargan de estimular dos o más sentidos a la vez, provocando una manifiesta interacción entre el hablante y su receptor.
Son cúmulos de imágenes que aúllan en señal de protesta ante un sinfín de acontecimientos ocurridos en el mundo ayer y hoy. Hechos cotidianos que a ratos evidencian una pérdida del rumbo se ponen a merced de las diversas concurrencias, enfrentándolas ahora a una nueva experiencia visual, más subjetiva y distante, aunque no por eso menos reveladora. Las proyecciones desempeñan, por medio de este mecanismo, la labor de reencarnar un sinfín de hechos que han sido sustituidos o bien transformados para concretar el particular gesto de las artes visuales que consiste en la resignificación del objetivo captado por el lente.
En la muestra de Louis von Adelsheim existe, sin duda, un implícito ademán de configurar un discurso que pone en evidencia el estado de derrumbe de la colectividad. Me refiero específicamente al duro combate que germina de una progresiva caída de las convicciones, extendida prácticamente a todos los campos de la actualidad. Decir que permanecemos en estado de cambio resulta pertinente; así como también el reafirmar una y otra vez que nuestra realidad supera con creces a la ficción, incluso a la más teatral, exagerada, sobreactuada y tórrida de ellas. Estas múltiples imágenes reflejan, de uno u otro modo, cuán acontecidos estamos y la sustancial carga que gratuitamente nos confieren los hechos, los cuales son clasificados por el coleccionista para luego depositarlos en archivadores, cuyo contenido se encarga de difundir el hablante –este ser sin sombra que por momentos se torna un verborreico infatigable– arrojando con dirección al curioso todo su armamento sin anestesia alguna.
Y si bien el ojo receptor no se desvanece ante tanta bulla, es indudable que esa impasibilidad cuyo origen radica en el constante bombardeo de imágenes que tienden a atosigar nuestras pupilas, se suspende no tanto debido al impacto provocado, sino por la reflexión que éstas suscitan.
Por desgracia, solemos embobarnos con desperdicios que nos obligan a perder la sutileza del murmullo –ese plácido semblante del asombro que intenta seducir nuestras miradas para transportarnos a una dimensión permeable únicamente por los más sensibles de los curiosos– provocando el origen irrevocable de una triste percepción respecto a la realidad que nos convoca. Estamos destinados forzosamente a digerir miles de bocados que parecieran no ser lo suficientemente nutritivos.
Aunque suene extraño, lo cierto es que nos alimentamos poco pese a que comemos mucho, y no es por culpa de quien nos provee. La responsabilidad la tiene el individuo que no se da el tiempo de masticar con calma cada trozo de realidad que viene dentro de la fuente. ¿Comerá de pie? ¿O es que acaso engulle de una sola vez, como el reptil, esta interminable amalgama de sucesos? Dicen que el acto de comer debiera comprenderse como un ritual y no como un reflejo instintivo que responde únicamente a una necesidad fisiológica. El hombre siempre va a sentir hambre y el mundo será un eterno sostenedor de sabrosas imágenes y acontecimientos que se encargarán de dilatar millones de pupilas alrededor suyo.
Pese a esto, un sujeto entre pocos, ha ingerido gran porción de lo que había dentro de la enorme fuente de la realidad. Pero lo ha hecho sentado con la mirada de frente, en la cabecera de un amplio comedor de ébano, apoyado sobre un mantel de género y con todos los cubiertos que se acostumbra colocar para un festín cualquiera, siendo éste el más imperecedero de todos. Lo que dejó en el recipiente no fue, sino porque ya estaba satisfecho, al menos por un rato; lo que dejó, luego será congelado hasta que el sujeto vuelva a tener apetito y sienta la necesidad de nutrir sus insaciables y gastadas pupilas.
La realidad, en su estado natural de permanente actividad, nos aturde por un lado y engatusa a ratos. Una vez que el relator de historias pierde la voz de tanto gritar, cae en un silencio profundo que lo fuerza a cederle la palabra a este nuevo hablante, un perfecto mediador entre el mundo y los millones de individuos que lo habitamos. El sujeto, entonces, se sumerge en las profundidades del telón y vuelve a aparecer en gloria y majestad una vez que el peso del acontecer le resulta insostenible. Su aullido y sosiego no sucumben ante las vicisitudes, porque el más noble de sus recursos está siempre dispuesto a socorrerlo las veces que el silencio amenaza con apoderarse de su voz.