Esta exposición de Factoría Italia propuso la traducción de la luz y su convivencia con las sombras, como una suerte de discurso simbólico para develar una verdad universal: ahonda en una imagen barroca, donde esta se construye por medio de una información retenida.
Menos Lúmenes refiere directamente a esa escala que mide el “lúmen”, la unidad básica de los flujos de la luz. Remite también, a su contexto inmediato, aquel galpón de fábrica en desuso, que se acondiciona mínimamente para actividades culturales, es por ello, que la sala de exhibición carece totalmente de iluminación artificial y natural. Finalmente Menos Lúmenes consigna una cosa más, aquella luminosidad que emiten las mismas obras, una artificialidad luciferina que utilizan los miembros de esta muestra. Es por medio de este juego obligado entre luz y oscuridad, entre condiciones inmediatas e ingenio, lo que aún nos mantiene comentando la exposición que pudimos ver entre el 31 de agosto y el 1 de septiembre, sólo por un par de horas al caer la noche, en la Factoría Italia.
En la muestra, pudimos ver obras que eran el resultado de una investigación colectiva y personal a la vez. Martín La Roche, Matilde Benmayor, Matthew Neary, Martín Kaulen e Ignacio Gatica –Junto con Catalina Garretón y Lavina Yelb, a quienes marginaré pues escapan de la cohesión investigativa producto de la convivencia diaria con los otros artistas–, desarrollaron una muestra desde la necesidad intempestiva que surge en un momento en que el grupo del Taller Santa Victoria, decide que tiene un cuerpo de obra lo suficientemente concreto para ser expuesto.
Factoría Italia es inmensamente significativo, no tan sólo porque condiciona a que las obras funcionen de una manera determinada, sino también, evidencia lo evanescentes de los espacios expositivos en nuestra capital. Demostrando como un espacio fabril (la ex sombrería Girardi), pasa –en su inactividad– a ser un lugar de exposiciones y actividades culturales, aún cuando la desidia de los propietarios ha obligado a una remodelación tipo “comercial-cultural”. Ello no es rasgo azaroso, pues las cualidades de un edificio industrial de principios de siglo, así como los muros, la techumbre y los galpones, son fundamentales para comprender la relación con la arquitectura que plantean las obras. Un trato que se da por las condiciones mismas donde se manifestaron las piezas, características ambientales que permitían una fuerza palpitante, que se da en el juego de luz y oscuridad.
Menos Lúmenes propuso la traducción de la luz y su convivencia con las sombras, como una suerte de discurso simbólico para develar una verdad universal. La obra de Martín La Roche –que coloca un grupo de muñecos caracterizados como miembros del Klu-Klux-Klan embelesados por una luz violeta fluorescente– plantea una búsqueda por la trascendencia en la colectividad fanática. Un conjunto de fervorosos personajes entran en tensión directa con maquetas de casas, permitiendo ingresar en la intimidad de ellas a través de puertas y ventanas a medio abrir. Por la oscuridad que rodea la sala de exhibición buscamos la luz —cuales polillas aleteando hacia los focos—, en una necesidad imperiosa de verdad tras esos vanos en hogares de cartón. He ahí donde nos encontramos con un sinnúmero de asociaciones libres, que son una aparición inconclusa de la intimidad del artista presentada en fragmentos. La misma búsqueda de la verdad trascendente, y sin embargo autoreflexiva y grupal, es la que presenta Cartelería de Ignacio Gatica (Bloks). Una obra que devela la intimidad del grupo, del colectivo, del Taller Santa Victoria. Una serie de pinturas iluminadas por pequeños focos donde vemos los distintos personajes que Bloks ha desarrollado en su trayectoria (desde el street-art al caballete), presentados para la muestra sobre soportes precarios; como restos de cartón corrugado tirado en la esquina y señaléticas oxidadas de vulcanización.
En cierto sentido, y aventurándome en una lectura personal, la exposición ahonda en una imagen barroca, donde esta se construye por medio de una información retenida. El problema de la luminosidad es un rasgo que atraviesa toda la teoría, fundamentalmente de la pintura, desde el siglo XVI. “Puesto que la luz pictórica nunca es un dato, siempre hay, como mínimo, una dificultad que resolver: la traducción de una <<materia>> diáfana e impalpable mediante un material —pigmentos coloreados sobre soporte sólido” (Aumont: 1989:136) . El mismo problema de ejecución escapa de los lenguajes tradicionales, presentando así una inteligencia fantasmagórica. En la obra de Martín Kaulen que, como en un altar de sacrificio o juego de adolescentes conjurando espíritus, rodea con candelabros y velas a una planta. A simple vista una asociación sin ninguna importancia, pero una cualidad mística emerge cuando nos acercamos al altar. El objeto orgánico desplazado de su contexto natural, demuestra toda su artificialidad mediante un movimiento arrebatado de las ramas y hojas. La curiosidad del espectador se entrama con la astucia del artista, que responde a aquellos que quieren aprehender una pieza dispuesta para interrumpir la contemplación pasiva. Es así como la obra engarza el problema de la luz con uno sobre la interactividad con el espectador, que capturado por el efecto desconcertante de la “planta bailando”, lo obliga a circular y dejar el cuestionamiento, o quedarse y develar la artificialidad de la operación misma.
La misma información, pero ahora evidente y cadenciosa que tiene la obra de Matthew Neary “Emulando una Nación”. Una puesta en escena donde el insultante discurso de Neary choca contra un espectador desprevenido. Sus cerca de mil papas conectadas con clavos de cobre —en una suerte de experimento escolar— generan una energía que ilumina la misma cantidad de focos led, para representar la bandera chilena. Una discurso demasiado explícito para un receptor ingenuo, pero es la superposición de una serie de “emblemas nacionales” —tanto la bandera como la papa— lo que abre la interpretación, desde el proceso hasta el resultado. Neary desarrolla un programa de interpelación a los espectadores con una serie de piezas hermosamente compuestas, pero a su vez, víctimas de la degradación natural. Una obra terriblemente abierta, que transita desde el mito fundacional, pasando por el emblema hasta la alegoría.
La misma luz que produjeron los otros artistas, es perfectamente dispuesta por Matilde Benmayor en su obra. Esta que tiene una relación particular con la pintura, la luminosidad y la oscuridad. La luz que saca los volúmenes, saca los colores, las formas (todas proyectadas como instalación). La oscuridad como aquello que oculta y permite, a su vez, el descubrimiento. Figuras celulares que Benmayor consigue con la abstracción total de las unidades mínimas —aún más efímeras hablando de piezas inaprehensibles de nuestros cuerpos— colocadas en un muro, lo que con el juego de vibración natural de la electricidad, dan a las sombras un movimiento continuo y encantador. Una suerte de hipnotismo estético, donde el gusto por los colores y formas es absolutamente atrayente, igualándose a las obras de sus compañeros, donde el contenido puede tener un rol más preponderante.
La muestra Menos Lúmenes tiene una inteligencia particular, esas que sólo dan ideas decantadas, maceradas, esas recetas que esperan el momento exacto para salir a la luz —o emerger de la oscuridad. Independiente del carácter evanescente que rodea la construcción en la fábrica, fue la productivización de dos rasgos de la relación espacio y muestra, lo más atractivo. Pues además de ofrecer una exposición muy bien ejecutada, permitió a quienes visitamos uno de los dos días, reactivar con nuestra presencia un espacio que adolece de la ausencia de sus habitantes originales. Las obras nos permitieron ser, por unos instantes, esos moradores, desconociendo el estatuto laboral y dejándonos llevar por la absoluta pregnancia de la oscuridad. Menos Lúmenes tuvo la suerte de ese rumor de las piezas bien logradas. Una pasión imaginaria que exige al grupo de artistas más, pues siempre, en nosotros y quienes escuchan los comentarios, reside el deseo de conocer y de sacar algo de la oscuridad por medio de chispazos. “(…) Contrapunto donde las entidades adquieren su vida o se deshacen en un polvo arenoso, inconsecuente y baldío.” (Lezama Lima: 1993: 62)
Textos referenciales
- Jacques Aumont, El ojo interminable, Paidós, Barcelona, 1989.
- José Lezama Lima, La expresión americana, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.