Porque todos sabemos que la música nunca suena tan bien como en el concierto, a pesar de que el gordo te empuje, el alto del frente te obstruya la visión al escenario y la gritona de al lado no te deje escuchar completamente y, sobre todo, porque en vivo pareciera que la escuchásemos por primera vez, pese a haberlo hecho mil veces en el reproductor.
Cuestiones de ponderación
Al recibir el encargo de enjuiciar la categoría de las “exposiciones internacionales traídas a Chile durante el año 2012″, las importadas, pensando en las opciones inmediatas, no pude evitar recordar una conversación que tuve con Sergio Rojas hace unos años, relacionada con la elección del Premio Nacional de Literatura. Lo controversial del galardón era que su disputa se llevaba en una inevitable polaridad: Isabel Allende versus Diamela Eltit. Él resumía los polares motivos por los que ambas lo merecían en una frase muy sencilla, “cuando Eltit ha creado escritores, Isabel Allende ha creado lectores”.
Muy cierto, pero lamentable, hacer ese tipo de separación nos empuja a un agujero complejo de otras polaridades bastante limitantes; experimentalidad y artisticidad versus mercado y recepción masiva, básicamente. Pero hay una infinidad de grises entre el blanco y el negro, y tantos años de lucidez sobre la administración de la cultura si bien no le ha enseñado a nuestro país a capitalizar sus recursos, sí debiera enseñarle que entre arte y mercado –la dupla cultura y economía dirá Foster– hay peculiares e infinitos traspasos.
Cuestiones de incomodidad
Lo interesante de hacer estos ejercicios de diagnóstico y revisión es que contra nuestro involuntario y castrador pudor para ejercer la sanción de lo que es destacable y lo que es débil (eufemismos para decir “lo bueno” y “lo malo”), a momentos dicha decisión se da casi por sí sola, es decir, se nos “aparecen”, lo destacable y lo débil, casi como evidentes bajo una especie de sentido común. Por ende, lo que se depura ante la crítica no es más que un ajuste de criterios, ya que las cosas están ahí y solo son subrayadas por los comentarios más o menos astutos que de ellas pueden desglosarse. Y si en la crítica se juega algo esto es la capacidad de hacer verosímil el enjuiciamiento, cuya osadía y, por lo tanto, seducción, será sin embargo inversamente proporcional a lo lejos o cerca que esté de ese sentido común.
Pensaba en las exposiciones “Movimientos” de Louis von Adelsheim y “Grandes Modernos” de la Colección de Peggy Guggenheim, pero evidentemente algo no encaja al compararla con la sensata frase de Rojas. El valor intelectual o estético de la producción en general se ha visto mermado una y otra vez en el campo local, cuando cualquier índice de aceptación masiva aflora en los eventos de arte. Miedo al espectáculo, miedo a lo simple, miedo a lo amable, miedo a lo conocido, como resultado del esnobismo aldeano del circuito nacional del que hablaba Mosquera, en forma de una desconfianza y disconformidad a priori.
Y esos miedos se manifiestan en un vicio recurrente: el rechazo inmediato al despilfarro. Fue el caso de la premiada como mejor exposición internacional por el Círculo de Críticos de Arte, la de Adelsheim en el Museo de Arte Contemporáneo de la Quinta Normal, la cual antes de ser evaluada según su inscripción local o según los lenguajes mediales puestos en tensión con contenidos políticos específicos, fue evaluada por muchos respecto a cómo todo eso le hacía o no justicia a la inversión del capital puesto allí. Es por lo menos gracioso que incluso la mirada científica de los entendidos en artes visuales haya sido capturada, por ejemplo, por el conteo del número de proyectores por sala. La ostentosidad resulta a ratos extrañamente indigerible en nuestro país, ¿por qué esa especie de culpa frente a la ostentosidad? ¿pudor?, ¿resentimiento?, ¿envidia? Algunas personas también decían en el año 72 durante la construcción del edificio de la UNCTAD III “y quizás cuantas casas podrían haberse construido con el dinero invertido en esa cuestión”.
They love Peggy
Pero si lo de Adelsheim, por este motivo, quizás no sea el “Diamela Eltit” de las exposiciones internacionales del pasado año (pese a su “contemporaneidad”) definitivamente ”Grandes Modernos” en el Centro Cultural Palacio la Moneda, es el “Isabel Allende”.
En términos económicos, el beneficio directo de la importación es que el ahorro que implica el traslado del producto para el uso interno sirva a la estrategia de inversión de esos capitales restantes. Pero qué desalentador sería comenzar a estimar esto respecto a la exposición internacional más significativa del año (suspendo la de Rembrandt en Las Condes por su aislamiento, y “Agenda Santiago” también de la Quinta por ser más in situ que internacional). En suelo latinoamericano por primera vez desde Venecia, la colección que trae 170 obras entre pinturas, esculturas, fotografías y documentos (con la incorporación de piezas del Guggenheim de Nueva York) deposita en el subterráneo del CCPLM por casi cuatro meses el patrimonio del arte moderno de una de las coleccionistas más importantes del arte universal. Argan, Gombrich y de Micheli para recorrerse en una tarde.
Peggy Guggenheim sería de esos personajes que creemos saber como fueron, pero de los cuales en realidad llenamos también con nuestras infantiles fantasías sobre el arte y la vida de esos años, inevitable de alguien cuya apuesta hilvanaba el devenir de la vanguardia europea. La heredera viajó, admiró, apostó y padeció en función a ella. Y por supuesto compró, compró y compró. Toda su vida.
En cierto sentido, “Grandes Modernos” es también una oda al mecenazgo, en los tiempos en que cualquier tipo de mecenazgo es abiertamente rechazado, y en especial acá. La distancia histórica al parecer autoriza esa contradicción. Por un lado, nos dejamos cautivar por la vida de esta mecenas, este personaje clave en la inscripción de los nombres de la modernidad artística pero, por otro, trasladado al hoy en una importación, cuando ese concepto es desterritorializado y desnudado en base a capitales determinados, cuyo funcionamiento es altamente visible y conocido hace varios años, nos escandaliza la relación que aquí Chile tiene con la inversión. Lo menciono a propósito de la infinidad de comentarios que me ha tocado escuchar sobre cómo se instaló la exposición, sobre la precariedad del recinto, el tono didáctico, etc. Nos cuesta aceptar que ese es el tipo de inversión escogida.
Y la tendencia pedagógica que adopta una exposición de este tipo, si bien tiene relación con el contexto institucional en el que se estaciona, a la larga se relaciona con una cuestión estructural. Aún así, ¿es eso reprochable? O más bien, ¿inevitable? Si no podemos tener estudiantes de enseñanza media con una sensibilidad artística como quisiéramos, al menos podemos aspirar a que tengan un Picasso o un Kandinsky en sus narices. Y algo, lo que sea, pasará allí. A fin de cuentas, casi nadie va “aprender” algo de arte, ni en el colegio, ni en un centro cultural: se espera que otra cosa pase en cambio. Pero no sabemos muy bien qué, ni cómo.
Y mientras tanto el arte moderno…
Por otro lado, está de más decir que una exposición así aparte de estar repleta de juicios preconcebidos, está sumida en un mar de predisposiciones. Como yendo a Fantasilandia, uno más o menos intuye a lo que va; sabemos que deberemos detenernos un momento en el Pollock, el Malévich y el Magritte; y otro tanto en el Duchamp y el Vasarely. Justo y necesario. Quien lo niegue estará mintiendo.
Sin embargo, y casi sin darnos cuenta, contra el excepticismo y a favor de las auratizantes expectativas, sin querer, es muy probable que nos magneticen las costras y los raspados de Ernst; nos confunda la incorpórea liviandad alrededor de las curvas del Boccioni; nos aturdirá la estoicidad de van Doesburg y nos esforzaremos un poco para ver el mundo a través de los ojos porfiados de Mondrian; los rostros de las fotografías nos hablarán de algo, nuevamente, sobre el enardecimiento de la época como parte ineludible del repaso de esa todavía inacabada historia de desfragmentación del mundo, mediante operaciones pictóricas. Aquí solo jugaremos a ver cómo esa deconstrucción va “tomando formas”, las formas del asesinato y la infinita resucitación de la representación, las formas del fin. Y así, esa universalidad, tan odiada política y discursivamente, será natural que nos calme, solo por una tarde.
Pare de sufrir
Sí, San Pollock y San Duchamp, como les decía Sebastián Leyton, debieron pasar por la “tierra” (parafraseando a Heidegger) y en ese camino, claro, vemos las limitaciones para acogerlos.
Pero, independientemente de las paredes falsas y los tabiques al aire de las salas, del molesto tono wikipédico de sus descripciones en la fichas y muros, de las fotos del presidente y la primera dama en la inauguración y las cacofónicas coberturas de la prensa chilena, tendríamos que darle el premio al “Isabel Allende”. Porque creo que lo que aparece de Chile en el “guardia-guía discriminador que te recuerda que no puedes entrar con mochila una vez que ya has bajado al nivel-3″ (como dice la crítica de losdiez.net de “Grandes Modernos”, sagazmente titulada “Crítica a ‘Grandes Modernos’”, y de la cual no podría estar más en desacuerdo) es algo cuya responsabilidad cala mucho más hondo, y nos duele tanto y está tan presente en los espacios locales cuando invierten en esta clase de exposiciones, que es difícil depurarlo de eso para otorgarle algún tipo de reconocimiento.
Cuestión paradójica si pensamos en que curiosamente esos detalles no le molestan en absoluto a la mayoría del público visitante. El asunto es que la siempre presente precariedad que tanto nos avergüenza, no le compete a Brancusi, ni a Braque ni a Giacometti. Y no cambiará por tener mejores o peores cuidadores (que por lo menos tiernamente repiten frases como “el flash daña las obras”) porque no cambiará nada al corto plazo, como a todos nos gustaría.
Además siempre puedes mentirles diciendo que eres alguien “importante” si no quieres pagar la entrada porque crees que no lo vale, hacerte pasar por crítico de arte, por ejemplo. Si no, de todas formas, mil o dos pesos no es tanto dinero, porque todos sabemos que la música nunca suena tan bien como en el concierto, a pesar de que el gordo te empuje, el alto del frente te obstruya la visión del escenario y la gritona del lado no te deje escuchar completamente y, sobre todo, porque en vivo pareciera que la escuchásemos por primera vez, pese a haberlo hecho mil veces en el reproductor.
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