Arte y Crítica

Críticas de Arte - agosto 2013

Arte y movilización: una apología a la imagen de la justicia calcinada

por Catalina Urtubia

El arte comprometido deja de utilizar el discurso como contenido y comienza a reconocer el potencial de su propia presencia visual: la obra es la imagen por sí misma, y su campo de acción (política) se expande en la medida en que abandona su cuerpo material.

I

El pasado jueves 11 de abril se convocó a un paro nacional y a una marcha que se desplazó desde Plaza Italia hasta Estación Mapocho. En algún momento del recorrido, alcancé al grupo que avanzaba tras el lienzo de la Escuela de Artes de la Universidad de Chile, quienes –como ya se ha vuelto costumbre– iban acompañados de una obra: una escultura de material ligero (e inflamable) de aproximadamente cuatro metros que representaba una alegoría de la justicia. “La van a quemar cuando termine la marcha”, me dijeron, y me adelanté con la intención de volver a encontrármelos más tarde.

Al final del recorrido, la escultura fue instalada en Plaza Capitán Prat, frente al Mercado Central. Lamentablemente, tuve que irme antes de que comenzara la incineración (estaba resfriada, tenía hora al médico y se comenzaba a intuir el olor a lacrimógena en el aire), pero un par de horas después, al abrir el inicio de Facebook, me encontré con –a lo menos– cinco fotografías de la justicia en llamas, además de alguno que otro video y un par de cuñas periodísticas en la tele. Había acontecido, por supuesto, con o sin mí alrededor.

II

Existen varios elementos que me interesa analizar en torno a dicho evento, pero para ello es necesario comenzar por lo más elemental. Como bien aborda el libro recientemente lanzado En Marcha. Ensayos sobre arte, violencia y cuerpo en la manifestación social (particularmente en el ensayo de Mariairis Flores y Lucy Quezada), desde el 2011 la Escuela de Artes Visuales de la Chile ha estado produciendo obras con el objetivo de apoyar a la movilización estudiantil. Éstas, en concordancia con el carácter carnavalesco y lúdico que había tomado la movilización en ese año, quedaron plasmadas en el inconsciente colectivo: el guanaco de cartón, la réplica de un bus del transantiago con caricaturas de políticos en sus ventanas, los martillos de The Wall, entre otras.

Escultura de la justicia, Mac-Iver con Esmeralda, Santiago de Chile, marcha por la educación, 11 de abril del 2013. Cortesía Mariairis Flores.

Escultura de la justicia, Mac-Iver con Esmeralda, Santiago de Chile, marcha por la educación, 11 de abril del 2013. Cortesía Mariairis Flores.

Pero el sólo hecho de que el movimiento estudiantil siga activo y manteniendo los mismos objetivos que lo originaron dan cabida para que El Taller de Resistencia se mantenga trabajando hasta hoy. Este último es un colectivo de estudiantes de artes visuales de la Universidad de Chile que se reúnen con la intención de generar material visual para las marchas, y donde las obras no tienen algo así como un autor sino que son producto de un trabajo en conjunto a favor de un objetivo en común: la renovación de la estructura social actual a través de la movilización. Bajo estos conceptos, me parece interesante destacar la conversación sostenida entre Ignacio Smulewicz y Cristian Inostroza sobre las manifestaciones visuales que se produjeron el 2011 (ver entrevista), donde queda en evidencia la importancia del carácter colectivo de las mismas, a partir de la organización tanto de los talleres de la Universidad de Chile, como de la Asamblea de Estudiantes de Arte.

III

Ahora, concentrémonos un momento en la imagen de la justicia calcinándose. Puesto que no vi la acción en vivo, me parece más adecuado el análisis de su registro, y esto mismo me permite ingresar a un problema que me interesa particularmente: la relación de la movilización estudiantil chilena con el fenómeno mediático actual. Mucho se ha dicho en torno a cómo los medios manipulan constantemente las imágenes de las marchas para generar tal o cual opinión al respecto, pero lo cierto es que eso es cuento viejo: recordemos que en Chile, estas prácticas se volvieron una constante durante la dictadura. Lo nuevo aquí es el carácter que han tomado los medios, durante los últimos diez años, a partir de las nuevas tecnologías, la globalización y, principalmente, la democratización de la imagen. Entonces, frente a la mediatización del movimiento social y el contexto de difusión extrema que permiten las redes sociales, ¿qué podría hacer el arte sino aprovecharse del imperio de las imágenes?

La saturación visual a la que nos vemos sometidos a partir de los medios y las redes sociales son el escenario ideal para la generación de manifestaciones artísticas que se instalen como íconos de la movilización, los que comienzan a generar un imaginario particular vinculado al inconsciente colectivo al difundirse a través de internet, cosa que podría verse claramente en el fenómeno que se producía en 2011 al repetirse las obras en todo Chile (el guanaco de cartón –por ejemplo– se replicó a lo largo de todo el país a manos de varios grupos anónimos).

Diario La Tercera, cuerpo Reportajes, sábado 20 de abril de 2013, Santiago. Páginas 28-29.

Diario La Tercera, cuerpo Reportajes, sábado 20 de abril de 2013, Santiago. Páginas 28-29.

Aunque suene caricaturesco, si la Toma de la Bastilla ocurriera hoy, el punto inaugural de la Revolución Francesa ya no sería el hecho en sí mismo sino la imagen de la Toma de la Bastilla, la cual probablemente vendría a ser una foto mal encuadrada tomada a la rápida por un franchute con su iphone, antes de que el carro lanza aguas tuviera la oportunidad de mojarle el teléfono. El imaginario visual de la revolución ya no se articula a manos composiciones grandilocuentes como la de Delacroix en La libertad guiando al pueblo (1830), sino de una multiplicidad de registros personales posibilitados por la tecnología digital.

En su último libro, La extensión fotográfica. Ensayo sobre el triunfo de lo fotográfico, lanzado en junio recién pasado, Rodrigo Zúñiga aborda este problema a partir del caso Cazueli: gran parte de la estrategia performática de la movilización estudiantil fue planificada en función de su circulación digital. Las imágenes terminan por generar una realidad en sí misma (o una “hiperrealidad”, colgándome de las palabras de Jean Baudrillard en La precesión de los simulacros) al infiltrarse de esta forma en lo contingente. Y así mismo lo entienden –de manera casi inconsciente– los espectadores y transeúntes que se desplazan alrededor de las obras en las marchas: disparan una y otra vez con cámaras digitales y celulares, que se transforman en herramientas de circulación de las obras y de la ideología que soportan.

IV

Pero volvamos al hecho mismo que da pie a todo esto: la quema de la escultura de la justicia. En términos visuales, pienso que podría analizarse desde varias perspectivas: una de ellas tiene que ver con el hecho de que la obra esté concebida con el objetivo de su inminente destrucción. A su vez, el carácter efímero de la escultura se puede leer desde dos enfoques: cumplir con su objetivo específico (el de funcionar por y para la marcha) y cierto carácter anti-panfletario. Este último, fundamentado en que la obra no se presenta como el soporte literal del discurso que la fundamenta (como si ocurría, por ejemplo, con las Brigadas Muralistas de los sesenta), sino que se configura como una imagen que acompaña de manera icónica dicha ideología o movimiento.

Escultura de la justicia, Plaza Capitán Prat, Santiago de Chile, marcha por la educación, 11 de abril del 2013. Cortesía Mariairis Flores.

Escultura de la justicia, Plaza Capitán Prat, Santiago de Chile, marcha por la educación, 11 de abril del 2013. Cortesía Mariairis Flores.

Asimismo, desde el 2011, las obras concebidas para las marchas estudiantiles tomaron un cierto carácter lúdico, de relaciones simples entre el ícono y el discurso, que apoyan la conformación del imaginario visual que acompaña a la movilización. La escultura de la justicia es un buen ejemplo de lo mismo. En una transmisión en vivo, Gonzalo Jiménez, periodista de Meganoticias, hacía una lectura rápida de lo que estaba ocurriendo: “la quemaron como manifestando un símbolo de la injusticia que ellos dicen que están viviendo en la educación en nuestro país” (ver reportaje).

La alegoría a la justicia funciona como un elemento casi pedagógico que le permite a un público masivo hacer relaciones fáciles en torno al conflicto con el que se relaciona la obra, a la vez que se integran dichas imágenes en el inconsciente colectivo. Y, de igual manera, el acto mismo de quemar la escultura supone un último elemento digno de análisis: al generar la acción en el espacio público, pero más aún, en una instancia de confluencia masiva y cobertura total de los medios, la circulación de la imagen se lleva a su límite.

A fin de cuentas, aquí las imágenes no irrumpen, se infiltran en la realidad contingente y construyen referentes visuales, articulan imaginarios dirigidos a una sociedad completa, movilizada. El arte comprometido deja de utilizar el discurso como contenido y comienza a reconocer el potencial de su propia presencia visual: la obra es la imagen por sí misma, y su campo de acción (política) se expande en la medida en que abandona su cuerpo material.

 

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